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Este es el texto en versión larga de lo que se publicó, como columna de opinión el 15 de agosto del 2025 en el diario Perú21, para leerla puede hacer clic aquí
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En el Perú seguimos hablando de transformación digital educativa como si fuese un asunto de capacitar docentes en nuevas aplicaciones. Pero detrás de ese discurso hay una realidad más compleja: un sistema que arrastra deudas estructurales con sus maestros y maestras.
La primera de ellas es la precariedad de la carrera docente pública y privada. Con jornadas múltiples y salarios insuficientes, a muchos docentes se les exige innovar sin contar con tiempo ni condiciones reales para siquiera reflexionar sobre su práctica pedagógica. La segunda deuda es más profunda: los problemas históricos de lectoescritura. Si bien solemos pensar que esto afecta solo a los estudiantes, la verdad es que muchos docentes también arrastran estas dificultades, lo que limita su capacidad de actualización profesional.
En este escenario, esperar que el maestro se “transforme digitalmente” por su cuenta resulta falaz. No se trata solo de que aprendan a usar más plataformas, sino de que como sistema hagamos con ellos y ellas pedagogía de lo digital: experiencias que le permitan capacitarse a su propio ritmo, aprovechar herramientas digitales para su formación y fortalecer su autonomía profesional.
Esto implica cambiar el enfoque de la capacitación y de la evaluación. No basta con ofrecer cursos masivos y certificados. La pregunta central no debería ser cuántas horas o cuántos talleres acumula un docente, sino qué cambios concretos introduce en su práctica. Si empieza a enriquecer sus sesiones con audio, video o experiencias interactivas, si replantea sus clases incorporando lo digital con sentido pedagógico, ahí recién podemos hablar de capacitación efectiva.
La tercera deuda se generó durante la pandemia. La educación digital no se trata solo de clases remotas. Su valor también se juega en la presencialidad. La interactividad y la colaboración deberían ser principios pedagógicos centrales, no añadidos de moda.
Por eso, la clave está en tres enfoques de transformación:
1. Gestión territorial e institucional, empoderando a directores y docentes en lugar de someterlos a una supervisión burocrática centrada en papeleo y comprometiendo a toda la institución educativa.
2. Competencia digital, más allá del simple “uso de TIC”: comprender críticamente lo digital, sus interfaces, sus riesgos y oportunidades.
3. Evaluación, que mida cambios conductuales y no solo certificados acumulados.
También se requiere una actitud distinta del propio maestro: dejar de esperar que alguien mas defina su camino formativo y aprovechar las herramientas a la mano —desde su celular y WhatsApp hasta una aplicación de inteligencia artificial generativa— para explorar nuevas formas de enseñar. El docente que se reconoce como protagonista de su aprendizaje abre un camino más sólido que aquel que depende solo de programas externos.
El éxito en la transformación educativa no depende de regalar pizarras interactivas o de prohibir celulares por ley. Depende de un sistema que acompañe a las instituciones educativas en un proceso gradual y con propósito, donde cada avance se traduzca en mejores aprendizajes para los estudiantes.
La educación digital no puede ser una moda ni un factor de exclusión. Si no ponemos el bien común en el centro, seguiremos repitiendo los mismos errores: más dispositivos, menos pedagogía. El verdadero reto es construir un sistema educativo donde la tecnología sea una extensión y afinamiento de nuestra capacidad de enseñar y aprender, y no una carga más sobre los hombros de los maestros.